Un soplido. Un deseo.

Estos días  parece que realmente se acerca la primavera y  he podido rescatar la costumbre de llevar a los niños al parque por las tardes. Un poco de sol, aire libre y que disfruten. Mientras les doy la merienda (es el único momento en que puedo estar sentada), me encanta mirar a mi alrededor. Observar. Me distraigo con las flores nuevas que pueblan los árboles, con las palomas que vienen a mendigar las migas de los bocadillos y, con las personas que están a nuestro alrededor. No puedo evitarlo y enseguida me imagino quiénes serán, cómo serán. A veces, tengo suerte y mis ojos se fijan en alguien especial; alguien que guarda una historia para mí. Esto me ocurrió el otro día.
Era una mujer mayor, muy mayor, sentada en un banco en una zona entre sol y sombra. Parecía que sonreía pero sus ojos estaban ausentes. Parecía recordar. Ella tenía esta historia; un cuento de amor...

Aquel día se levantó temprano para salir a caminar. Hacía mucho tiempo que no salía a caminar; demasiado. Hace ya mucho tiempo que salir a caminar empezó a darle pereza; miedo.
Ahora todo es distinto a su alrededor; todo. Ahora sólo encuentra gigantes de cemento y acero; el hormigón lo empapela todo, incluso el horizonte. Ahora, a su alrededor, sólo hay gente que pasa sin fijarse en ella; que no la saluda cuando sus hombros se rozan. Ahora, a su alrededor sólo hay ruido; ruidos que la aturden, que la marean y la ausentan todavía más de sí misma.
Hasta el sol le parece distinto. No calienta igual, con la misma fuerza. Quizás sea su corazón el que no siente el mismo calor...
Intenta recordar cuánto tiempo hace ya de sus paseos, pero no puede. Es raro que por las noches simplemente pueda recordar dónde ha dejado las zapatillas, o si ha cerrado el grifo del lavabo.
El presente se difumina a su alrededor, como el humo coloreado de las actuaciones de los magos. El pasado, en cambio, la acompaña siempre; jamás la deja, y Antonio tampoco, porque Antonio no es pasado. Antonio es su siempre.
Siente las huellas del tiempo que pasaron juntos en los surcos que cincelan su piel. El susurro de su voz resuena en sus oídos con la misma dulzura. Quema todavía el calor de su aliento. Y, más que nada, que ninguna otra cosa siente aún las lágrimas del último día. Las últimas antes de que se lo tragara la tierra.
Ahora, todavía ahora, ve su sombra junto a la de ella, reflejada en el mosaico grisáceo de la acera.
Quiere tocarlo. Devolverlo a ella. Coserle la sombra como una Wendy de cuento. Hacerlo real a través de sus manos, de sus labios. Quiere empezar a amarlo otra vez. Estrenar el amor que se tuvieron y se tienen.
Nunca se cansó de amar a Antonio. Jamás. Nunca se cansará. Lo sabe, igual que en sus momentos lúcidos mastica el dolor de su pérdida.
Le quedan los sueños; los sueños y las cartas. Su bálsamo; la medicina que la cura de la realidad de que a Antonio, un día, se lo tragó la tierra.
Por suerte no le faltan momentos de paz. Momentos en los que su cerebro hace caso a su corazón y, durante un tiempo, deja de distinguir sueño y realidad.  Puede vivir así minutos, horas, días incluso, amparada en su propia historia.
Y así, cada vez que le acecha la tentación de terminar antes de tiempo con su destino; cada vez que la espera se hace inesperable, sus dedos blancos y retorcidos se cuelan en el bolsillo y acarician el papel áspero, la cuerda deshilachada; la tinta negra, tan negra como su vacío, y sonríe. Sonríe porque tiene la certeza de que Antonio está ahí con ella, para ella. Falta poco.

En la mano derecha lleva una bolsita con un poco de pan que ha desmigado para las palomas; de la izquierda cuelga el viejo sombrero azul.
Apura el paso. Sólo le falta cruzar el semáforo para llegar al parque.
Desde hace un tiempo no se aclara bien con las luces. Tiene que detenerse a pensar: Rojo, no se cruza. ¡Verde!. No quiere olvidarse; no debe. Alguna vez se ha confundido y le gritaron; le pitaron, y ella quedó aturdida y asustada en medio de la carretera.
¡Verde!. Llega lo más rápido que puede al otro lado de la calle. Empieza a sudar pero no le importa, aún así quiere apresurarse. Llegar.
Enseguida distingue los pequeños árboles y el anticipo de su sombra, las flores y el ruido fresco de la fuente. Busca el banco de siempre y pronto está rodeada de palomas. Su vecino del banco de enfrente levanta discretamente la vista de vez en cuando mientras acaricia al perrillo que lo acompaña.. Ella también. La curiosidad es mutua. Se reconocen como semejantes. Dos seres que esperan.
A lo lejos se oye el llanto de un bebé... Recuerda cuando era un bebé su hijo. Recuerda el olor de la curva de su cuello... Qué lejos todo aquello, y qué cerca...
Le duelen los pies. La carne sobresale, hinchada y gorda, de los zapatos, pero no le importa. Falta poco.
Se levanta y gira hacia la izquierda. Camina lentamente esperando encontrarse con el césped que rodea el estanque. Ahí, en primavera, es donde florecen más margaritas.
Siempre le han encantado las margaritas; siempre la han acompañado; en el nacimiento de su bebé; en su ramo de novia; en la despedida... A las margaritas también se las tragó la tierra.
Los gorriones juegan al escondite entre las ramitas del seto. Los estorninos picotean la hierba.
Ella disfruta del momento, el trinar de los pájaros; el sol en la nuca.
No hay margaritas salpicando el césped a las que preguntarles, a las que deshojar, pero al dar un paso lo nota. Es el tallo de un diente de león que le roza la pierna. Ahí está. Un soplido. Un deseo....


Mira hacia ambos lados. No ve a nadie y cruza la hierba para llegar al árbol. Está enfermo; viejo.
La corteza se desprende del tronco en pequeños pedazos que caen a su alrededor como confeti gastado. Las hojas amarillean. El árbol también está cansado, como ella, pero su corazón todavía late.
Los dedos repasan el tronco. Ahí está. La estrella. Su estrella.
Las lágrimas le nublan la visión.
La estrella.
Cierra los ojos. Miles de mariposas revolotean en su vientre.
Un soplido. Un deseo.
El tronco del árbol resplandece, lo ilumina todo. La luz nace de entre las grietas, del corazón. Es la estrella. Su estrella. Ese es su camino.
De pronto, ve las hojas verdes otra vez, el tronco fuerte, nuevo. De pronto, las margaritas rodean sus zapatos.
Se deja ir apoyada en el árbol, y cierra los ojos.
Un soplido. Un deseo.
El diente de león se le escapa, desnudo, de la mano,.
Ahí está; entre los puntitos verdes, azules y púrpuras que aparecen al cerrar los ojos muy fuerte. Ahí está. Antonio.
Se cogen de la mano.
Ya está...
El aire ya se ha llevado el diente de león.

Este año las margaritas florecen antes; lo comentan los jardineros mientras talan el viejo árbol.

Después de un rato columpiando a los niños, persiguiéndolos, desesperándome, consigo organizarlo todo y nos vamos. El banco ya está vacío. Sólo queda el catálogo de un hipermercado; en el suelo, unas cuantas migas que las palomas todavía no se han comido y, esta historia.

Comentarios

  1. Me encanta!!!!!1 Me ha parecido precioso!!!!!
    Se ve que pensamos de forma parecida, yo tengo relatos del estilo, donde al final las dos personas que en vida estuvieron unidos por un amor tan grande vuelven a encontrarse.
    Me gusta mucho, mucho, es precioso, de verdad, y eres muy valiente al publicarlo en el blog, a mí me da mucha vergüenza poner los míos, hepuesto muy pocos y me cuesta un montón hacerlo. Besinos.

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  2. Gracias!! Gracias mil veces por tus palabras! La verdad mucha gente cree que soy "cursi",infantil,demasiado romántica....y a veces me cuesta.... Pero ver que no soy la "única" me da fuerzas!! Besos

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