El collar de castañas

He tardado un poco más  tiempo del que quería en escribir esta entrada. Para hacerlo he necesitado hablar con mi abuela, y eso puede no resultar fácil.
Ella vive muy, muy lejos, y muy cerca. Digamos que en una lejana cercanía, o una cercanía muy lejana. En algún lugar cuya ubicación exacta no conozco. Sólo sé que es un lugar especial, creado por los pensamientos de todos nosotros, que seguimos queriendo, extrañando y recordando a aquellos que ya no están.
El cemento de las columnas es muy fuerte. Está hecho de una mezcla de amor, de abrazos, y de los besos que les hemos dado. Cada baldosa del suelo intercala una lágrima con una sonrisa. Y en el sótano oscuro habitan las cosas que se han dejado de hablar a propósito, y tantas que siempre quedan por decir.
Las paredes están empapeladas por infinitos nombres. Listas interminables de pensamientos coronan el tejado tan alto, altísimo, por cuánto pensamos a los que se han mudado a ese lugar.

Desde que mi abuela se mudó allí, va a hacer ya 19 años, nos las hemos ido arreglando para estar en contacto. Tiene línea directa con mi corazón. A veces, incluso, me ha "llamado" para avisarme de algo que todavía no ha pasado.  Así ocurrió unos días antes de enterarme de que estaba embarazada de mi hija Blanca, cuando la soñé diciéndomelo...,
Pero claro, en ocasiones en esa línea directa surgen problemas técnicos. Eso es porque de vez en cuando el corazón se colapsa; se satura. Aunque tiene un espacio infinito, debemos organizarlo para impedir que los sentimientos se descontrolen. Esa es la única manera de poder seguir adelante, porque para curar el descontrol del corazón no se puede ir al médico, ni tomar pastillas. Sólo debemos respirar hondo, darnos tiempo, y pensar...
En esos días de caos sentimental, cuando las emociones toman las riendas y nos gobiernan sin que podamos hacer nada, es cuando las líneas de comunicación sólo pueden captar palabras confusas, sílabas metálicas y ecos perdidos. Entonces, si necesito hablar con ella, tengo que asomarme a la ventana y mirar al cielo. Las estrellas se comunican con un código especial muy parecido al código morse. Estoy casi segura de que Marconi acostumbraba a observar las estrellas, y acabó transformando cada centelleo en un clic. También las estrellas dicen a veces, "Save Our Souls"... Pero puede pasar, y ya es el colmo de la mala suerte, que las nubes impidan verlas; a las estrellas, digo. Y así, la comunicación se complica aún más. Y, claro, la impaciencia no es una buena amiga para estos casos; además a los que viven allá arriba no les gusta nada andarse con prisas. Y es que hay días en los que las nubes pueden más que el corazón. Y por eso, por todo esto, al final tuve que esperar, y no fue hasta cuando me olvidé de que estaba esperando; cuando me relajé; cerré los ojos y me dejé llevar por el sueño, que vino hacia mí...

Mi abuela nació el 27 de junio de 1924 en La Habana (Cuba). Le pusieron tres nombres; sí, tres: Blanca Flora Aida. Parece ser que los nombres compuestos, y por partida triple, estaban muy de moda en La Habana en aquella época. A mí siempre me parecieron  tres nombres muy especiales: el primero un nombre de luz, que ahora es todavía más especial, cuando mis labios lo pronuncian mil veces al día nombrando a mi niña; el segundo, el nombre de una de las hadas de la Bella Durmiente; y, el tercero, el de una maravillosa ópera de Verdi. Al cabo de un tiempo su padre, que como en todas las familias de la época, era el que mandaba, acabó llamándola simplemente Aida, y así le quedó.




Allí vivió su infancia más temprana, hasta que a los siete años su padre decidió llevarlas, a ella, a su madre, y a su hermana Elvira, a España. Las instaló en una zona rural, una aldea en medio de ninguna parte; Caxigueira, se llamaba. Su padre volvió a Cuba, para seguir con sus "negocios" y las dejó allí, con sus nombres compuestos y los lazos y los vestidos guardados en unas maletas que jamás volvieron a abrir, y que pronto no fueron más que un puñado de recuerdos amarilleando con el paso del tiempo.
No sé cómo hubiera sido su mirada de haberse quedado. No sé que hubiera pasado si él no las hubiera abandonado allí. No sé cómo hubieran sido sus ojos de no tener que cargar con sus maletas cerradas, con sus tres nombres inservibles en aquel lugar que ni siquiera salía en los mapas; con sacos de 25 kilos en sus espaldas infantiles. Porque así fue, las dejó allí para trabajar. Ni juegos, ni risas, ni nada. Sólo trabajo.
No sé. Pero intuyo que ahí, en medio de ninguna parte, empezó a entristecerse su mirada y a convertirse en la que yo conocí muchos años después.
Mi abuela fue una niña con tres nombres y con la mirada triste e infinita. La niña con los tres nombres que yo de pequeña imaginaba mágicos, pero sin magia suficiente para alegrarle el alma. Y así, en su alma impermeable a la alegría, empezaron a colarse presentimientos, angustias y fantasmas que la iban a acompañar para siempre.
Recuero oírla contar que un día, volviendo a casa, por el medio del campo junto a su hermana Elvira, vieron un ser agazapado junto a un muro de piedra. Nunca supieron explicarse con precisión, o describirlo minuciosamente; puede que nunca se atrevieran, o simplemente que yo no llegué a escuchar esa explicación. Pero estoy segura de sus palabras cuando hablaban de una cola puntiaguda; de una altura que se multiplicaba por momentos, hasta volverse gigante; de una carrera para volver a casa que las dejó sin aliento. Estoy segura del miedo que pasaron; que pasó.
Mi abuela creía en los fantasmas. En los cuentos que se susurran a la luz del fuego; en las cosas que llegan para ensombrecer y confundir a los espíritus de los vivos.

Cuando cumplió 16 años, su padre decidió que debían marcharse todos a Ferrol. Y allí se fueron con todo el equipaje. En las maletas también viajaron los fantasmas; bien dobladitos para dejar sitio a las bragas, a las medias, y aquellos lazos amarillos de la niña que una vez fue.
En Ferrol vivieron mucho tiempo. Su hermana Elvira se casó muy joven y marchó. Y aunque tuvo otro hermano, a ella, por ser mujer, le quedó la responsabilidad de cuidar a sus padres. Otro peso más que cargar sobre los hombros. Pesos que jamás dejó caer, y que jamás la dejaron descansar.
Una tía suya, María, tenía un bar muy conocido en la Calle de los Olmos, en La Coruña. A veces podía escaparse unos días, cuando la tía la llamaba para ayudarla en el bar. Y allí, una de esas veces, conoció a Julio, el que fue mi abuelo.
Se casaron cuando ella tenía 24 años y empezaron su vida en Ferrol.
 
 
Alquilaron la planta baja de una casita en el barrio de Fajardo, junto al Colegio de las Madres Mercedarias, donde luego estudiarían sus hijos. Las propietarias eran tres señoritas solteras de familia militar.
 
Julio se ganaba la vida en el mar, embarcando desde La Coruña. Ella, junto a los que hijos que fueron llegando, vivía entre una cocina-comedor y dos habitaciones. Una casita humilde, con un patio y una huerta que compartían con Manola, la vecina.
Mis abuelos tuvieron cuatro hijos; dos chicos y dos chicas. Mi madre, María José, es la segunda. Esos cuatro hijos para ella fueron un premio. Un respiro. Una suerte. Una bendición.
El amor que sintió por ellos consiguió fortalecer su corazón tan herido. Y a su corazón le fueron creciendo alas poco a poco. Dos alas blancas, esponjosas y dulces como nubes de azúcar. Alas de hada.
Los hijos fueron sus salvavidas. A ellos se agarraron con todas sus fuerzas ella, sus tres nombres, y sus ojos tristes, para salir volando y alejarse un poco de la realidad.
Le encantaba estar con ellos; siempre le encantó.
Con los dos pequeños metidos en un antiguo cochecito de bebé (ella lo llamaba góndola), y los dos mayores bien agarrados uno a cada lado, caminaba kilómetros, alargando las tardes de verano hasta enterrarlas en la arena de la antigua playa Copacabana. Un nombre exótico para Galicia, que hoy ya no se escucha, pues su nombre, su arena, y sus recuerdos, quedaron  todos enterrados bajo el estadio del equipo de la ciudad, el Racing de Ferrol.
En el jardín de la parte de atrás de su pequeña casita, los metía en un cesto enorme mientras ella tendía la ropa que lavaba a mano a diario, con sol o lluvia; frío o calor.
A pesar del cansancio, de los fantasmas, de sus tres nombres, y de la tristeza que guardaba en sus ojos, rodeada de sus hijos por momentos parecía otra.
En la habitación que compartían los cuatro niños, con dos camas de plaza y media en cada pared, se reunían por las tardes, después del colegio, y ella, de rodillas sobre el colchón, les ayudaba con los deberes.
 
Teniendo más o menos cuarenta años se trasladaron a Coruña; un traslado que agradezco porque propició que unos años después mis padres se conocieran, y tras otros pocos de años, naciera yo.
 
De mi infancia me han quedado grabadas a fuego  dos cosas: su mirada, y cuánto nos quería.
Sólo cuando estaba rodeada por sus hijos y sus nietos, sus ojos parecían a punto de libarse de aquella cortina oscura que tantas cosas contenía.
 
En otoño confeccionaba pacientemente un collar de castañas asadas para cada nieto. En el bolsillo de su mandilón guardaba la paga que nos daba a todos, de la que jamás se olvidó; igual que jamás pasó por alto ni un solo cumpleaños.
En su cocina no faltaba un tarro de nocilla para endulzar nuestra merienda, o unas galletas adornadas por una lámina de mantequilla y nevadas por el azúcar que dejaba caer sobre la azucarera metálica.
Cuando de pequeñita me quedaba a dormir en su casa y venía a arroparme, colocaba la almohada a mi alrededor y me decía que era un nido para un pajarito.
Con los años, dejó atrás sus nombres y los sustituyó por otros: mamá y abuela. Cuando alguien los pronunciaba ahuyentaba a los monstruos que se volvían gigantes junto a los muros que poblaban sus recuerdos.
Así pasó el tiempo desde su sofá, con su piel que jamás vistió arrugas y, con su cuerpo, que ella cada vez dejó ir más. Así pasó, organizando Navidades familiares hasta que estuvo demasiado cansada para hacerlo. Esperando las visitas de los hijos que llegaban con sus propios hijos y, luego, cuando fuimos mayores, de los nietos que jamás dejamos de visitarla.
Así pasó, siempre viendo el telediario en el mismo canal, preocupándose por las desgracias que pasaban en el mundo.
Así pasó el tiempo desde su sofá.
 
Su partida fue triste. Con una estancia en el hospital que se nos hizo eterna, porque se nos hacía eterno ver su sillón vacío. Mediado julio, el día del Carmen se la llevó, a ella que vivió rodeada de hombres de mar. Yo creo que por ahí arriba movieron algunos hilos para que se mudara al cielo en un día tan especial.
 
Entrar por primera vez en su casa después de su entierro fue uno de los momentos más extraños de mi vida. Todavía hoy no he vuelto a sentir una habitación tan vacía, como sentí en aquel momento su salón.
Echarla de menos fue automático; natural. Todos lo sentimos.
Por suerte, muy poco después comprendí que seguía cerca; que sólo tenía que pensarla, recordarla; y un día sin nubes mirar las estrellas.
 
Este primer domingo de mayo me he acordado mucho de ella; la madre de mi madre.
A última hora del día, con Blanca y David metidos en la bañera, entre maremoto y maremoto, Blanca me dice:
Todos los días ya han pasado, ¿Verdad, mamá?
No sé. ¿Qué quieres decir?.
Pues que el mundo gira, y los días también, y entonces se repiten.
 
Nos miramos largo rato, pensativas las dos. Saqué el tapón la envolví en la toalla y le dejé un beso en el pelo, mientras sus palabras no dejaban de golpearme en el hombro con sus deditos gordos, obligándome a responderme a la pregunta: ¿Estás ahí abuela?.
 
Aunque muchas cosas quedan atrás, no quiero dejar extraviadas entre las teclas del portátil estas:
-El fluorescente rosa que me compraba en el quiosco de Maruja.
-El collar de perlas que le rompí.
-El zumo de melocotón de marca "Néctar".
-El día que sus nietos decidimos "lavar" sus vinilos y tenderlos a secar en el patio.
-Los roscones pequeñitos que repartía entre los nietos en Pascua...
-Los collares de castañas.
...Y, el que para mí fue su nombre: Abuela.
 
Me trae la noche una estrella
con tu nombre bautizada.
En las canas de tu pelo
nos ilumina enredada.
Nos contemplas desde el cielo
espiando tras la ventana
sonriendo como lo hacías,
ausentando tu mirada
perdida en tus pensamientos,
siempre en tu sillón sentada.
 
Me acunaba tu regazo
y quedaba adormilada.
Tú, con tu collar de perlas
que yo rompí una mañana
queriendo buscar tú abrazo.
 
Has bordado mi pasado
en el tejido del tiempo
que para mí te ha atrapado
en el ámbar del recuerdo.
 
Siempre en tú sillón sentada,
perdida en tu pensamiento.
Mi abuela.
Mi hada.
 
 
He pensado, que este otoño, haré para mis niños un collar de castañas.


Comentarios

  1. Ayyyyy qué preciosidad!!!!!
    Nuestras abuelas tuvieron unas vidas complicadísimas, y luego, con los años se vieron rodeadas de nietos que las adoraron.
    Yo recuerdo a la mía, en realidad a los míos, cada día, y ahora también a mi padre. Nunca se debería ir, nos dejan tan solas.
    Un besito guapa.

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  2. Gracias! La verdad ed que dejan un vacío que no se llena nunca, pero quedan los recuerdos:sus palabras, su voz,su olor... Todo. Y así siguen siempre en "línea directa con nuestro corazón". Besitod

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  3. Cuando acabé de leer este precioso relato, me quedé pensando que...tu abuela Aida, a la que yo tengo el placer de haberla conocido, allá en donde esté,( tengo claro que en tu corazón si), tiene que estar más que orgullosa de ti. Te aplaudo por el relato, pero sobre todo por tener esos sentimientos. ¡Ojalá todas las abuelas dejáramos esa "herencia" dentro de los corazones de nuestros nietiños. Un abrazo

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