Lo que las paredes saben

Muere la noche y nace de nuevo el día...

Acurrucada bajo la fina manta de lana, despierta; puede que ya no estuviera dormida.
Se niega a respirar durante unos instantes tentada por la curiosidad de qué pasaría; de qué podría ser peor que otro día luchando para que llegue el siguiente.  Pero al fin, sucumbe a la tos, o al  instinto de supervivencia que su cuerpo se niega a olvidar a pesar de todo. Sucumbe  a lo que ni su cuerpo, ni su corazón, ni su cabeza olvidan jamás; porque no pueden, ni quieren olvidarlo.
 Pablo. Pablito.

Abre los labios y aspira. El aire enrarecido se cuela en su boca. Choca contra su paladar; y raspa su garganta hasta acomodarse en sus pulmones negros, negrísimos como el carbón; como los sueños que tuvo durante la noche; llenos de humo y cielos grises.
Se levanta despacio, muy despacio, acompañada por el crujir de las articulaciones de las rodillas, de la espalda; agotadas de cargar tanto peso; tanto pesar. Cruje también la cama, al vaciarse de su compañía; protestando por la realidad; por la soledad que siempre viene con el amanecer.

Inclina la cara sobre el lavabo. El agua estancada está llena de  pelos, de partículas indefinidas; está llena de uso; pero no tendrá más agua hasta la tarde. Al meter la mano la superficie se mueve, rompiendo contra los arrecifes de costras de jabón resecas. Un pequeño insecto descansa inmóvil también; allí; empapado y quieto, flotando sobre su tumba de agua. Piensa por un momento que desearía ser aquel insecto, flotando sobre aguas dóciles, con los ojos cerrados, sin tener que abrirlos nunca más; sin tener que esforzarse por dibujar una sonrisa; por tragar; por olvidar el hambre; la suciedad; el miedo. Por olvidarlo todo.
Aprieta los párpados. Allí está, su fantasía favorita, un mundo mágico de puntitos púrpuras y verdes. Un cielo de colores. Pero al abrir los ojos nada es mágico, sólo real. La realidad de siempre. Cotidiana. Gris. Trabajosa. La sonrisa se cuela por el desagüe cuando saca el tapón. Las lágrimas afloran a sus ojos, y los mocos a  su nariz deslizándose hasta rozarle los labios. Respira con fuerza, sorbiendo todo lo que puede.
El desagüe hace ruido. Las tranquilas aguas se convierten en un remolino. Los círculos traslúcidos con sus partículas flotantes giran y giran sobre sí mismos arrastrando al difunto.
Ella agarra entre las puntas de sus dedos índice y corazón las pequeñas alas transparentes, imaginando otro tiempo; cuando aquella fina película membranosa significó libertad, y había un aire más allá del que secuestran  las paredes y las puertas.

Cierra la mano izquierda sobre la derecha dejando un hueco para espiar al pequeño cuerpo muerto, y vuelve sobre sus pasos a la habitación.
Mira alrededor, deteniéndose en los pequeños detalles que quedan del cuarto que en otros tiempos fue su castillo. La habitación, en lo más alto de la torre, donde guardaba en un cofre del tesoro los sueños de su niñez. La habitación hasta donde los monstruos también pudieron llegar. El peor de todos también. La pobreza. Devastadora. Caníbal, que se los fue comiendo poco a poco. Y los hombres, también los hombres.  Todos lo que quisieron subir a conocerla. Ahora sólo queda ella. Ella y Pablo. Pablito.
Las paredes son ancianas ya.
Pasea la palma de la mano sobre el gastado empapelado, áspero y silencioso; elegante hace tiempo; colorido que se ha ido marchitando.
Pasea la palma de la mano, sabiendo que entre las capas y capas de diferentes papeles, los muros de escayola albergan unos recuerdos que también son suyos. Guardianes inmóviles y mudos; fuertes todavía.
Ella a veces cree que se está volviendo loca; muchas veces. Ella, a veces cree escuchar a las paredes, hablándole al oído, susurrándole con sus voces descoloridas cómo fueron los momentos pasados, los secretos; las risas y las lágrimas que encerraron.

Por la ventana se cuela una claridad que la sorprende; la asusta. La pared, complacida, se calma. La claridad dibuja una silla sobre ella. A las paredes les encanta sentir el calor. Sentir la presencia de las sombras.

Ella se vuelve de espaldas a la claridad; le duelen los ojos.
Lentamente deja caer su cuerpo, deslizándose pegada a la pared hasta llegar al suelo. Apoya la cabeza, esperando escucharla; esperando que la pared se decida a hablarle.
Espera y espera durante minutos idénticos; repeticiones que ha dejado de contar.
De pronto, siente las cosquillas de las palabras en los oídos; en las manos; rozándole el nacimiento del cabello; los labios; y no puede evitar, ni quiere tampoco, dejarse llevar. Cerrar los ojos y tararear aquella olvidada melodía que la pared conoce tan bien.
Su nariz hace un movimiento inevitable, cuando recuerda el olor de las palomitas a la entrada del cine cuando papá y mamá la llevaron a ver "La Guerra de las Galaxias". El corazón da un vuelco en el pecho, al ritmo de la explosión del maíz. Palabras y notas componen la historia que la conducen, mecida por el oleaje de su memoria, hasta días de Navidades pasadas; hasta villancicos marchitos como las flores de Pascua tras las fiestas; hasta la estufa que calentaba sus pies las frías noches de invierno.
Un sonido repentino tira de ella. Ya no puede colarse entre las grietas de la pared hacia mundos mejores. No hay escapatoria.
No muy lejos, las campanas de la Iglesia, tañen el nombre de alguien. Parece que dicen adiós. Adiós.
Permanece inmóvil unos instantes. Hipnotizada. Los ojos fijos sobre la solitaria bombilla que cuelga del techo, como un péndulo apagado sin sitio donde quedarse. Se balancea de un lado a otro llevándose consigo la mirada de ella, que tampoco sabe qué hacer.

Levanta los brazos y se estira. Se estira más y más, pensando que se va a romper por la mitad; que quiere romperse; romperlo todo.
Se pone de rodillas y palpa unos instantes el suelo a su alrededor hasta que la encuentra. Tira de una tabla suelta y saca una caja de cerillas. Desde la tapa Elvis, eternamente vivo en el cartón, le guiña un ojo: "You were always on my mind", le dice.
Con mucho cuidado posa el insecto en su ataúd, junto a sus compañeros. Piensa que quizás algún día irá a pescar, como fue con papá algunas veces. Piensa, que entre los puntitos púrpuras y verdes de su fantasía, quizás aparezca algún día un hombre alto, con traje y corbata rallada, que le ofrecerá un gran premio por el record de insectos guardados en una caja de cerillas.
Se quita el camisón. Durante un segundo se ve de refilón en la parte limpia del espejo. Se ve y no se reconoce. Sólo  queda la piel vistiendo el esqueleto. Nada más. Hasta sus pechos han desaparecido, como frutas que se quedan resecas colgadas de sus ramas. Hace tiempo que no tiene leche ya.
Pablo. Pablito.
Temblando se pone el vestido. El viento se cuela entre los huecos que los cartones no consigue tapar.
Posa la mano sobre la repisa de la ventana llena de nieve recién nacida. La siente viva en la piel devastada por la lejía, hace ya tiempo.
Un rayo de sol ilumina la cara de Pablito que se ha despertado. Ella sonriendo lo toma en brazos, y colorea su frente tranquila con un beso. Él extiende la mano con la Tortuga Ninja lisiada en lo alto. Otro beso para ella.
Lo viste deprisa, ahuyentando el frío con su cuerpo y con su amor.
Calienta un poco de leche. El pan negro se ablanda en medio del cuenco. Como una isla rocosa medio hundida. Poco a poco Pablito come.
¡Uga!, dice exigente. Y ella también acerca la cuchara a la  pequeña tortuga.

Se ata el pañuelo de flores al cuello. Su pañuelo de seda. Su pequeño tesoro.
Está preciosa. Es preciosa.
Coloca a Pablo sobre sus hombros. Él juguetea con la tortuga sobre su cabeza. Y ella, juguetea con las monedas que tiene guardadas en el bolsillo.
Respira un poco aliviada. Sin gastarlas todas puede comprar un paquete de macarrones. Hoy Pablito y la tortuga estarán contentos. Sonríe pensando que quizás, sólo quizás, en un par de días pueda comprarle un caramelo de palo, o un ramillete de regaliz.
Pablo. Pablito.

Salen del portal. El sol ha ido ganando terreno. Pablito ríe con esa risa que sólo los niños conocen.
La calle se presenta desierta y tentadora ante ella.
Sujeta fuerte a Pablo.
Comienza a correr. A correr y a reír. Ríen los dos. Y el pañuelo de flores se convierte en una capa; una capa mágica de viajera en el tiempo.
Ríen los dos con esa risa que sólo los niños conocen. Esa risa que espanta a los monstruos que se atreven a subir a lo alto de las torres.
Se siente bien, con el peso de su pequeño rebotando sobre su cuerpo. Se siente un rayo, veloz, luminoso, atravesando el aire; el aire y todo lo demás.
Las paredes tenían razón. Aún puede ganar. Aún puede recordar cómo se hace para intentar ser feliz.


Poeta de la ciudad de mis deseos,
ciudad asfaltada con mis sueños.
Sueños alquitranados.

Te espero en la esquina de mis labios
mientras pongo precio a mi sonrisa,
mientras siguen comprando mis abrazos.

Te espero entre los gigantes de cemento,
en la calle desierta de mi alma
jugando a prostituir mis sentimientos.

Te espero. Enredada en caricias de mentira,
entre suspiros de pasión fingida y falsa.
Quiero que rescribas los versos de mi vida,
que cantes a esa felicidad que tanto anhelo.
Te espero.


Comentarios

  1. Hola Eva, un precioso relato, una madre con los instintos de supervivencia y de amor por su Pablito, una niña y un bebe, me gustó, abrazos!

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  2. Muchas gracias!, eso era ... Una niña con su bebé. Gracias por leerme

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