Yo y esos puntos de colores que vemos al cerrar los ojos.

Se llaman fosfenos y son un misterio para los científicos que todavía se preguntan si son una cuestión biológica o una alucinación visual.

Hace poco me enteré de cuál era su nombre, pero  para mí siempre han sido otro mundo; uno que aparecía misterioso y lleno de color tras la ventana cerrada de mis párpados.

Una realidad a la que acudía apretando muy fuerte los ojos cuando la mía se llenaba de sombras.

Un estudio bastante reciente concluye que esas manchitas las producen nuestros propios ojos, afirmando que al igual que ocurre con algunas especies de las profundidades marinas que son luminosas, nuestras células son capaces de emitir fotones (o sea, partículas de luz propias de origen biológico).

Todavía no se han puesto de acuerdo. Pero para mí ya son algo definido. No necesito una explicación científica.

Me conocen bien y yo los conozco a ellos. 

Me esperan y yo acudo. Y aún sin acudir, ellos saben que lo haré.

Me acompañan en una realidad paralela que transcurre junto a la mía. Un mundo líquido y multicolor, de reposo y calma.

A veces, de pequeña, cuando me sentía triste, enfadada; sola, me acurrucaba en una esquina de mi cuarto y cerraba los ojos. Respiraba profundamente y pronto la pared desaparecía; el techo, el suelo, y me encontraba flotando en las profundidades de mi misma, entre colores; saltando entre burbujas.

Cuando tenía hambre le daba un bocado a una marrón si me apetecía chocolate; a una verde si quería escuchar el crujir de una manzana.

Así, allí podía pasar horas, sin prisa. Allí me recuperaba de una herida, de una desilusión; de un sueño incumplido.

Y hoy, aquí siguen. Esperándome por si me hacen falta. Recordándome que respire. Cuidando a la niña que un día fui y ahora habita en su mundo de colores, en lo profundo de mí.

Gracias fosfenos; seáis lo que seáis.