El lobo rojo
Portada de El Lobo Rojo | Imagen propia |
Llevo todo el día con ganas de llorar. A primera hora se me ha formado una bola en la boca del estómago, y no se deshace; no quiere marchar.
Llevo todo el día con ganas de llorar; tantas que las escribo con mi lápiz, letra a letra; lágrima a lágrima. Porque las letras pueden serlo todo: lágrimas, sonrisas... Palabras.
Esa nube cargada de llanto que se ha acomodado en mi pecho no es borrasca ni anticiclón; alegría ni tristeza. Solo es la vida. Esa que somos y que nos rodea; que amamos a veces y otras, aniquilamos. Una complejidad que supone una existencia. Ecuación en la que juegan papel fundamental un montón de incógnitas: átomos, moléculas; espíritu... Esa que nosotros ansiamos definir, como si todo lo que es alguien pudiera caber en la acepción de un vocablo escrito en algún lugar. Buscamos constantemente ser, estar, parecer; no nos conformamos con existir; descubrir, respirar, latir; sangrar. Y así, la esencia se va quedando abajo, muy abajo, al fondo del cajón de una memoria que no la reconoce.
El lobo rojo: sesenta páginas que son pura maravilla
Primera página de El Lobo Rojo | Imagen propia |
Llevo todo el día con ganas de llorar tras leer "El lobo rojo". Una historia que me mostró, en sesenta hermosísimas páginas, como la vida; este periplo, esta travesía; es mutación, polisemia, reinvención, olvido y recuerdo; principio y final. Aromas y tactos que nos tocan y nos envuelven en instantes que ya son, en sí mismos y por derecho propio, una vida entera.
El protagonista, un perrito rojizo y peludo, cae dese el carruaje en el que viaja su familia y, ahí, entre los surcos dibujados por las ruedas en la nieve, comienza a reescribirse su destino. Y, desafiando su tamaño, el largo de sus patitas, su fuerza... Desafiando quién era, se convierte en cazador, en parte e una manada. Su historia continua, crece y cambia hasta un final en el que todos los destinos de El Lobo Rojo se entrelazan.
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