Benito, Sofía y el Mar

 


El mar se encuentra en mi horizonte desde que era niña, desde mis primeros recuerdos. Fue compañero de juegos, de chapoteos en la orilla con los pies llenos de arena, de primeros baños en la Playa de Santa Cristina, excursiones adolescentes a Miño, bocadillos entre libros de derecho sobre la arena del Orzán.

Pero el mar fue también esa palabra de tres letras que significaba la marcha y la venida de mi padre, con la marea. Fue preocupación en casa, cambiando de canal para ver la previsión del tiempo, esperando que la borrasca no estuviera junto a Irlanda. 

El salitre habita en la piel de mi familia desde hace generaciones. Historias que, muchas veces, se quedan enredadas entre algas y noticias, hasta convertirse en el eco de una ola. Historias que no hay que olvidar, con alma y corazón...



De lo que allí sucedió aquel día nada puede decirse con certeza. De aquello tan solo quedan  algunas historias sobre una sirena que hoy todavía circulan por las calles de Muxía, y unas pocas anotaciones de Anselmo, el antiguo farero, hechas el día del Carmen de 1964. El mismo día que Sofía desapareció sin dejar rastro.


16 de julio de 1964


Las ráfagas de viento marino juegan con las banderitas de colores que adornan los mástiles. El puerto es un ir y venir de personas. Van de un lado a otro, cargando comida y bebida en los botes, saludando a viejos amigos, sorteando turistas...

Sofía los observa y mira el reloj. Tiene tiempo. Todavía faltan un par de horas para que la procesión salga.

Echa un último vistazo a la casa. Las cortinas hondean en señal de despedida, y ella cierra los ojos, agradeciendo el tiempo vivido, las paredes blancas, la chimenea, el pequeño peral del patio, los nidos de gorriones.

El corazón late muy deprisa intentando liberarse. Está nervioso, como ella. Quiere apurar el paso y tropieza un par de veces. Se detiene unos segundos para tranquilizarse, pero está impaciente.

Respira hondo. Sus pasos serpentean por el camino, entre hierbas y arenilla. De vez en cuando escucha el motor de un coche a lo lo lejos y se agacha un poco.

Acompañan su camino graznidos de gaviotas y cormoranes, promesas de reencuentros y caricias. Por su cabeza transitan los paseos en dorna hasta Corrubedo, los días de venta de pescado y los besos de salitre que se daban a escondidas, sumergios entre dunas y atardeceres. Y, en invierno, las calles mojadas que cercaban el puerto, las olas rompiendo contra el pantalán, salpicando las medias y el vestido... Las fiestas del Carmen de su último verano, comiendo bocadillos de sardinas en la Playa de O Coto, soñando despiertos una vida juntos, que nunca llegó.

Y siempre, siempre, en todas las estaciones y vidas posibles, el mar. Su olor en la chaqueta que, a ella, la envolvía entera, el gorro de lana, la camisa, el lado de la cama que quedó vacío cuando Benito marchó. Siempre, la taza que quedó sin lavar en la mesa de la cocina aquella mañana, la toalla, junto al fregadero, que solía utilizar para lavarse antes de comer. Él nunca la abandonó, no del todo...

Los primeros meses sin Benito, Sofía no lavó la ropa. Se aferró a su rastro, como un sabueso, luchando por recuperar una presa que se le escapó. Dormía envuelta en el abrazo de lana de su jersey, recordando la última vez que habían hecho el amor entre las sábanas. Comía sentada frente a la ventana para poder ver el mar, contando los segundos que transcurrían entre ola y ola, para no olvidarse de respirar. Luego, muchas veces, volvía a dormir y despertaba confusa y aturdida, cuando el solpor ya se había asentado sobre los muebles y las paredes de la casa, y la oscuridad se iba tragando el aire que la rodeaba, poco a poco. Al cabo de un rato, abría de nuevo los ojos, incapaz de reconocer el presente. Solo veía interrogantes, revoloteando como mariposas por la habitación.


A lo lejos, el mar
A lo lejos, el mar...


Ve el santuario a lo lejos. Las gaviotas se quedan mudas de repente, incluso el viento y las nubes parecen detenerse cuando Sofía mira el mar, cuando el mar ve a Sofía. Las cuentas pendientes entre ellos se vuelven espuma. Nunca le perdonó al mar el naufragio. Cuarenta años conviviendo con la obligación de ignorarlo; de veranos sin playa y paseos sin orillas. Cuarenta años desde que la marea se tragó a Benito, preso de las cuerdas de una nasa. Hoy Sofía viene a cobrarse la deuda. Ha llegado el momento. Un día del Carmen como aquel, que fue final, ahora será principio.

Aspira la fiereza del océano, notando cómo late en ella. Él está cerca. Por fin, él otra vez. Se descalza y camina sobre las rocas. La energía del lugar le hace cosquillas en los dedos, sube por sus rodillas, le acaricia el vientre. Acuden a sus pupilas imágenes de su boda, fotografías antiguas junto a la Pedra dos namorados, un beso, el para siempre que se prometieron en silencio.


En la orilla
En la orilla

Deja caer la blusa y la falda, que marchan volando con el viento. Desciende hasta casi tocar el agua. El sol brilla con fuerza y el tiempo se para. El mar la atrapa en una ola que la traga en un instante, y Sofía se deja ir. Al cabo de un momento le ve. Allí está, esperándola en medio de una pradera submarina, junto a su dorna naufragada. Ella nada, ágil e impaciente. Los peces le ceden el paso, los cangrejos se ocultan bajo la arena. El horizonte se vuelve verdoso e infinito…

Ahora ellos son mar.













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