Amalia Moreno



Amalia Moreno puede ser un nombre bonito para muchos. Sonoro, musical; indiferente para otros. Puede que anticuado; incluso feo.

Amalia moreno es un nombre que no sale en los periódicos, ni lo pronuncia una voz de lata desde el altavoz de la radio. Ya no.

Amalia Moreno es un nombre anónimo e insignificante; un nombre cualquiera en los tiempos que corren.
Nadie lo conoce. Nadie lo reconoce ya.
Alejado de las luces de candilejas y de las portadas de las revistas, el nombre de Amalia Moreno y su dueña se refugian en el pueblo que los vio nacer y unirse; crecer y marchar. Y, agazapados entre los ecos de los aplausos que todavía les parece oír en la distancia, ambos se embellecen cada día, mirándose en el espejo cuyo marco conserva aun el brillo de tiempos pretéritos, de los que únicamente pueden rememorarse dentro de oscuras hemerotecas.
Se engalanan para no defraudar a sus admiradores, estén dónde estén, si siguen estando. Se arreglan a diario para no caer en la sencillez a la que sólo, como se confiesan el uno a la otra y la otra al uno en la intimidad, sucumbirán al toparse con la muerte.

Amalia se sujeta los cabellos con mil horquillas que luego sus ojos medio ciegos tardan horas en recuperar. Se viste con la bata burdeos; la que siempre aguardaba los finales de actuación tras la puerta de un camerino accidental en alguna parte del globo.
La bata es una bata mágica; una alfombra voladora de seda y gasa que la transporta, meciéndola cálida y suave, hasta esa otra vida envuelta en hileras de plumas teñidas de colores.

La bata está, sigue, viva. Y en los bolsillos de la bata están guardados los recuerdos y los aplausos,  las repeticiones suplicadas a viva voz; las canciones que tararea mientras se peina; las sonrisas de las personas que aguardaban expectantes su salida desde las primeras filas.

Amalia corona su cabeza de princesa con un moño alto, elegante y dorado, con el brillo dorado al que sólo pueden aspirar los tintes caseros. Dorado de la tonalidad dorada que colorea las canas de platino y no alcanza para engañar al tiempo. Dorado de la tonalidad dorada que tiñe el marco del espejo, que todavía es capaz de reflejarla con notas de color, a pesar de que los años le han arrancado casi toda la pátina.

Amalia y su nombre se acicalan. Esta mañana ya lo han hecho, y ahora reposan los dos en la butaquita de tela a rallas junto a la mesita lista para el té, que una vez un admirador diseñó para ella durante una de sus vueltas al mundo.

Amalia y su nombre desayunan. Dos pastas y una pera. Dos pastas y un té con leche. Cuatro pastas. Ocho; las que sean. Ya el talle no les preocupa, ni a Amalia ni a su nombre. Ya el espejo ha relajado su mirada crítica con arrugas de más; con kilos de más. Ya disfrutan; quieren disfrutar de la poca vida que la vida les ofrece vestidos eternamente con la bata mágica color burdeos.

Amalia y su nombre comienzan el día; el día cuya perspectiva se les antoja tan dura y tan larga, y tan inalcanzable como el resto de los otros días. Y se colocan en la línea de salida, perfectos e imperfectos los dos, como en los mejores tiempos, aunque estos sean los peores, colocados bajo el sol, como si se tratase del gigantesco foco de un teatro de ultramar. Disfrazados con el traje Moreno en forma de apellido en blanco y negro, sin delatar jamás la identidad que se funde y se olvida bajo las letras de los titulares y los programas de teatro; sin descubrir un García cualquiera, un López, un Fernández; un secreto. 

Siguen adelante. Tienen que seguir, porque la promesa de que no va a salir el sol es sólo una fábula, y a medianoche empezarán a descontarse las horas de tregua que restan hasta que comience un día nuevo.
Respira. Respiran los dos. Una y otro; otro y una.
Respira.
Intenta recordar que la oscuridad será su manto protector; su capa de invisibilidad; las vendas que ocultarán el tiempo que lo descompone todo.
Respira. Respira hondo.

Quiere distraerse. Distraerse y distraer al tiempo.

A veces, las pocas veces que sale, contempla los escaparates de las tiendas, rememorando un tiempo que a veces le parece sólo un sueño; cuando los vestidos encerrados tras un cristal le conquistaban una sonrisa; una sonrisa y mil promesas. Cuando fantaseaba haciendo mil planes para todas las infinitas estaciones que todavía estaban por llegar a su vida.
A veces, las pocas veces que sale, sondea el interior de los portales, de las cafeterías, de los supermercados cerrados que, sumidos en la oscuridad reinventada por las luces de emergencia, se le antojan velatorios de alimentos.

A veces, las pocas veces que sale, camina; caminan juntos y siguen caminando. Tienen que seguir, porque la promesa de que no va a salir el sol es sólo una fábula, y a medianoche empezarán a descontarse las horas de tregua que restan hasta que comience un día nuevo.



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