Este momento

Cuando sale de la cafetería está anocheciendo.

Apura el paso para desenredarse de los nudos que forman los cuerpos de las personas que empiezan a amontonarse en la entrada.
Persigue el aire fresco igual que una mosca persigue la claridad de una bombilla; atraída, secuestrada por el sortilegio de su luz.
Los sofocos le acuchillan el pecho y las heridas se van abriendo. Son como bocas; bocas exigentes que tienen hambre y quieren alimentarse de ella.

Está anocheciendo. Anochece, y los ojos de María agradecen el manto que nubla la ciudad. La oscuridad le regala su abrigo; para ocultarse de los demás; para ocultarse de sí misma.
Está anocheciendo. Anochece y la negrura de la noche parece traer consigo la promesa de que nunca más va a salir el sol. Nunca más.
María contiene un suspiro. Nunca más es una esperanza ingenua, lo sabe, y el suspiro se le escapa dejándola como un globo vacío y deforme que ya no puede flotar.
Nunca más es una desilusión. Una promesa que María sabe que no puede cumplirse.

El terreno se vuelve abrupto bajo sus pies. Los adoquines se levantan formando montañas separadas por baches abismales. Es difícil moverse. Es difícil caminar, respirar; mantener los ojos abiertos. Todo es difícil.
La gente va y viene. Apresurada, parsimoniosa. Demente y cuerda. Todo a la vez. Todos a la vez.

El vértigo llega maleducado, como siempre, sin avisar de su visita.
Los bares están atestados de alientos pegajosos y alcohólicos, como el suyo. María imagina las colillas, las pelusillas, las cáscaras de pipas pegadas en las lenguas pastosas y duras como suelas de zapatos que lamen el suelo.
El vértigo.
Está mareada y aturdida y el aire fresco no llega nunca, ni ella nunca llega al aire fresco que escapa de sus pasos, envasado en el vacío del horizonte; de esa línea horizontal, recta y estable, donde se funde todo en uno, uno en todo. Y el horizonte es un imposible.
María no sabe si podrá avanzar más.
Las personas chocan unas con las otras y con ella, rozándola con fuerza, empujándola. Fricciones y respiraciones en la nuca.
Un dolor en el pecho izquierdo. Siente como se endurece el pezón dolorido bajo la blusa.
Apura el paso. Apura más.
Los calambres llegan a las piernas, tan poco acostumbradas a moverse deprisa.
El corazón le late en los oídos. Durante un segundo deja de ver. Durante un segundo vive la fantasía de haberse sumergido en un guardarropa cálido y mullido. Abrigos y bufandas. Chaquetas de lana envolviéndole el cuello y los hombros. Ahogándola. Matándola. Adiós, dulce adiós...
La calidez se vuelve agobio, y las prendas mullidas se le clavan en la carne con mil clavos de faquir. Y el agobio da paso a los sofocos. Y la seguridad, la seguridad es la mayor fantasía. La ropa viste cuerpos. Y los cuerpos tienen ojos. Y los ojos tienen voz. La seguridad es la mayor fantasía...

Apura el ritmo. Más. Más. Más.
Corre.
Cuenta los movimientos mentalmente. Un paso. Otro. Otro. Uno, dos. Uno, dos. Cuenta como si estuviera bailando un vals con miedo a equivocarse. Y entre cuenta y cuenta María olvida mirar hacia los dos lados de la calle.
Uno, dos. Uno, dos. Otro paso, otro más...

De pronto, un frenazo.
El estómago se le encoge como un erizo. Y eleva las púas. Y duele.
El corazón lo vomita por la boca. Contempla como sigue latiendo en el suelo...
El frenazo.
Le tiemblan las piernas.
Casi puede sentir el golpe contra las rodillas, a pesar de que el parachoques ha absuelto a su cuerpo y por escasos milímetros no ha dejado su huella de acero en la carne.
El frenazo.
Y los recuerdos que sí la atropellan; una avalancha de recuerdos en estampida implacable, imparable. Mortal.
Los recuerdos. Los huesos y los tendones partidos como figurillas de arcilla. El alma envuelta en la sangre coagulada de la verdad; de su verdad.

La gente se vuelve para mirar el espectáculo. A ella.
María piensa en cuánto le gustaría a veces atreverse a decir alguna tontería; lo primero que se le ocurra, aunque suene ridículo; aunque suene horrible o salvaje; estúpido.
A veces le gustaría hablar sin sentido; sin miedo a herir. Hablar para acallar las miradas que hablan tan alto, y los silencios que la compadecen.
Levanta la cabeza y mira al frente. Alza levemente la mano ofreciendo al conductor sus disculpas. No alcanza a entender si las acepta o no; tampoco importa.
Varias personas se han quedado congeladas por  la hipnosis del voayeur, y María tiene que desplazarse por medio del pasillo de individuos hipnotizados que se abre ante ella, como una novia camino del altar, e intenta no perder el paso esta vez. Intenta contenerse y no imaginar que se vuelven hacia ella con los brazos extendidos como los ángeles y demonios del cuadro de aquella iglesia maldita donde los vio por última vez. Intenta no perder el paso y no perderse en medio del cielo y el infierno. Lo intenta.
Intenta fundirse en la oscuridad; con la oscuridad. Intenta distraerse pero no hay nada que logre distraerla porque a todas partes donde mira está ella misma. Y al verse, distraída con su propia imagen, le escuecen los ojos; le escuecen las lágrimas retenidas. Se percata de que bajo el velo que son sus iris, sus pupilas, sus pestañas; allí, en las profundidades de sus ojos habitan los ojos de un fantasma. Un fantasma joven que carga con la vejez prematura de sí mismo. Un fantasma que camina de puntillas, rozando apenas la vida con los dedos de sus pies descalzos, en busca de cementerio; de luz; de paz. Buscando quizás una lápida donde grabar sus palabras, con las uñas largas de los pies que apenas rozan el suelo; sus pies descalzos porque las zapatillas aquel día cayeron muy lejos del coche. Con los pies descalzos para escribir sobre el mármol sus epitafios y sus cartas de libertad.
¿Por qué tuvieron que irse aquel día?. ¿Por qué?
Y tanto tiempo sola; tanto sin ellos, sintiendo cada día la amputación del amor. Murieron con los pies descalzos. La zapatilla izquierda de Alberto jamás apareció. Puede que un fantasma ande por ahí sólo con una zapatilla. Puede...
Tropieza con los escalones de la entrada y se araña la palma de la mano con los adoquines.
Desearía no haber puesto la mano. Desearía haber caído y romperse en mil pedazos como un vaso de cristal. Pero sigue entera. Las zapatillas cada una en su pie. María sigue en pie y el coche en el garaje. Todavía hay un babero en el suelo de la parte de atrás. Nunca se ha atrevido a recogerlo. Todavía no. Ya se lo llevará ella, cuando vuelva a darle la papilla de frutas, o el biberón... o un millón de besos.
Respira.
María sólo quiere que pase el momento; uno; este. Este momento.
Esperadme, susurra.

Comentarios

  1. Hola Eva, me has envuelto en la angustiosa situación de Maria. Me encantó.
    Abrazos.

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  2. Muchas gracias,Alejandra. Yo misma me he visto envuelta y me ha costado mucho salir de "ser" María después de escribir. Abrazos

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  3. Hola Eva,sentado aquí leyendo tu post,pedazo historia,un saludo.

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    1. Gracias por dedicarme un poquito de tu tiempo. Un abrazo

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  4. Pues si, me ha sabido a poco. A mí también me encantól
    Abrazos

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    1. Muchísimas gracias por leerme y comentarme. Me encanta que te haya gustado. Abrazos!

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  5. Ufff, increíble!! Por un momento he llegado a convertirme en María y en querer escapar de esa situación. La verdad es que en la vida existen momentos así, insoportables, donde una sólo desea que transcurra el tiempo y con él esos instantes. Mis felicitaciones!!
    Un gran beso!!

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  6. Muchas gracias!, yo creo que a todos nos ha pasado alguna vez: sentirnos superados por la situación; aterrados y solos en medio de la multitud. Un besazo!

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  7. Ayyyy qué angustia!!!! Me gusta mucho, me he metido en la historia y has sabido crear una atósfera...genial. Un beso.

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  8. Mil gracias,de verdad!me he metido tanto escribiéndolo que me ha costado salir y hasta me quedé como con mal cuerpo. Todos podemos ser María. Gracias por leerme! Besos!

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